“Y pidan un exámen forense de ese señor, la madre y el menor” fueron las últimas palabras de Su Señoría, dirigiéndose al fiscal detrás de ella. “Puede irse”.
Y me marché. Mi compañera de vida me estaba esperando al fondo de la planta con los brazos abiertos, pero con ojos tristes y preocupados.
Desde aquel día que pasé la noche en el calabozo de los sótanos de la supercomisaría de Las Palmas de Gran Canaria, no tenemos señales de vida de mi hijo.
La última vez que le vimos, tenía 5 años. A la hora de escribir este artículo ya tendrá ocho años. Por lo tanto, habrán pasado hasta ahora casi 3 años sin su padre, que soy yo.