Más o menos un año antes de la separación, mis dudas me sacudieron de un lado a otro.
¿Debería aguantar para no perder a mi hijo?
¿Aguantar para que no crezca sin un padre?
Yo era el que lo llevaba al parque todos los días. Yo era el que hacía la comida, lavaba la ropa, limpiaba el apartamento a diario, hacía las compras. Y además, era yo quien a parte de esto tenía un trabajo regular… En fin: la ama de casa era yo, un hombre.
Me llevó un año tomar una decisión firme. El resultado de muchas noches de insomnio fue que debíamos separarnos. Porque mi propia salud era más importante para mí. Era consciente de que si aguantaba el infierno, me iba a hundir. Mentalmente y físicamente.
Y no quería que mi hijo fuera testigo de ello. Quería evitar que tuviera que ver y escuchar el drama diario y las discusiones unilaterales.
La mirada de mi hijo, cuando lo llevaron al ascensor y se giró hacia mí una vez más, se quemó en mi cerebro por toda la eternidad.
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